Llegar a una ciudad como Bogotá con la excusa de la Bienal es cómo abrir un libro inmenso, denso y vibrante, donde cada página te sorprende con un capítulo inesperado. Y hablando de libros, venía yo al avión inmerso en “El Plan Maestro” de Javier Sierra, un volumen que había llegado a mis manos en el mes de abril y que, por esas cosas de la vida, no había podido empezar hasta ahora. La recomendación e intersección de la amiga Montse Aguer me llevó a abrirlo, y lo cierto es que se está revelando como una literatura llena de conexiones, misterios y de ese hilo invisible que te hace pensar en las cosas que deben pasar.
Este estado de lectura atenta, casi conspirativa, ha sido el mejor preludio para aterrizar en un escenario como la Bienal: una ciudad y un evento que te piden exactamente eso, leer entre líneas, buscar significados escondidos, dejarse sorprender por las tramas que no se muestran a simple vista.

Obra de Eva Fàbregas en la Bienal de Bogotá.
El descubrimiento de Fragmentos
Antes de hablar estrictamente de la Bienal, mi primera gran experiencia fue el descubrimiento de un espacio único: Fragmentos, impulsado por el artista Doris Salcedo. Situado en un punto en el corazón de la ciudad, pero tampoco en la geografía más turística, este lugar es mucho más que una sala de exposiciones. Es un contramonumento y una obra de arte viva que convierte el dolor y la memoria del conflicto armado colombiano en un territorio para el diálogo y la reconciliación.
Lo que impresiona es su diálogo arquitectónico: los escombros de un patrimonio derruido se han conservado e incorporado al envoltorio de un edificio nuevo, donde el vidrio domina y confiere una poética abrumadora, llena de una sutileza que embelesa. En este marco, todo el suelo es una escultura transitable construida a partir de las armas fundidas de las FARC-EP. Toneladas de metal de guerra convertido en pavimento cultural. Pero lo más impactante es que en este proceso participaron mujeres víctimas de violencia sexual durante el conflicto, que en talleres ocupacionales transformaron este metal en losas. Doris Salcedo lo define como su obra más relevante, casi definitiva. Y no exagera: andar encima es pisar la historia reciente de Colombia.
Hablar con Doris Salcedo es descubrir a una artista que no juega a las formas, sino que trabaja con convicciones profundas. A su lado, la presencia de su amiga y cómplice Clemencia Echeverri, artista y profesora universitaria de gran prestigio, reforzaba la sensación de que estaba ante un momento de excepción.
Inauguraciones en Fragmentos: la Balsa de Michael Armitage y HUM II de Hajra Waheed
La jornada de inauguraciones en “Fragmentos” fue, por sí misma, toda una declaración de intenciones. Por un lado, la instalación “Balsa”, de Michael Armitage, una exposición que aborda de manera impactante el conflicto de las muertes que ocurren cuando miles de personas intentan atravesar mares, fronteras en patera, buscando un futuro mejor. Armitage convierte este drama contemporáneo en un lenguaje plástico de una intensidad devastadora, poniendo en el centro la fragilidad y el valor de la vida humana frente a la indiferencia política. Lo hace a través de un soporte tan histórico –casi prehistórico– como es la pintura, trabajada con un trazo vibrante y con colores ácidos, tan ácidos como la pulsión de todo lo que dice y denuncia. Imposible no pensar en la lucha de Open Arms y de su fundador, Òscar Camps —amigo y persona excepcional—, que encarna en el Mediterráneo la misma urgencia ética que la obra de Armitage despliega desde Bogotá.
Por otro lado, la obra HUM II, de la canadiense Hajra Waheed, una instalación sonora multicanal de gran escala que transformó las ruinas coloniales y los jardines del contramonumento en un cuerpo sonoro vivo y palpitante. Esta prenda, compuesta por las voces femeninas que interpretan siete canciones vinculadas a movimientos sociales y políticos de América, Asia y África, reivindica el papel central de las mujeres en procesos de resistencia y transformación social. El compromiso social de las mujeres se hace especialmente evidente: son ellas las que, una y otra vez, sostienen las luchas colectivas, incluso más allá de los llamados acantilados de cristal, ese concepto que denuncia como a menudo sólo se les llama cuando es necesario solucionar situaciones límite, exigiéndoles superar obstáculos adicionales para acceder a espacios de decisión y liderazgo. Waheed propone así una experiencia reflexiva y poética que atraviesa fronteras y proyecta un futuro compartido más allá de las divisiones impuestas.
Cabe decir que esta propuesta fue posible gracias a Fernando Cuevas, nuevo coordinador de la edición de Colombia, que logró que éste fuera otro espacio OFF/ON de la Bienal, para poder acceder a un lugar tan espectacular. Nos adentramos acompañados por dos artistas de interés: Sandra Rengifo, que expondrá el próximo año en el espacio bajo la curadoría del propio Cuevas, y Valentina Ruiz, videoartista y profesora universitaria de gran potencia y proyección.
De hecho, el día culminó en el mismo estudio de Valentina Ruiz, situado en un edificio de artistas en el centro de Bogotá, un proyecto impulsado por la fundadora de ArtNexus, que alquila espacios a creadores locales. La obra de Ruiz es especialmente contundente porque conjuga el reciclaje de materiales tecnológicos -llenos de memoria y de restos de una modernidad acelerada- para reflexionar sobre la condición humana, en una propuesta que no deja a nadie indiferente. También reutiliza materiales en desuso u obsoletos, que convierte en materia prima para pensar sobre la misma obsolescencia como metáfora de nuestro tiempo.

Estudio de Valentina Ruiz.
La Bienal: primeras impresiones
El edificio principal de la Bienal es el Palacio de San Francisco, un majestuoso inmueble neoclásico medio restaurado hace quince años y declarado Bien de Interés Cultural. Ahora bien, como ocurre a menudo en Bogotá, la realidad se empeña en romper la solemnidad: las goteras son omnipresentes y los pájaros pululan libremente por sus espacios interiores, lo que, según mis amigos colombianos, es una escena típica y casi entrañable. Entre el peso de la historia y esa vitalidad inesperada, el palacio se convierte en un símbolo perfecto del que es la Bienal: un diálogo permanente entre orden y desorden, entre patrimonio y vida cotidiana.
En la entrada, lo primero que encontraba el visitante era una esfera del mundo del artista Alejandro Tobón, una pieza monumental que funcionaba como un preludio y una invitación a la reflexión sobre ese mundo global-glocal en el que vivimos. Una obra de impacto que, además, tomaba un sentido personal: la próxima semana me reuniré con Tobón para seguir dialogando sobre estas conexiones entre arte, territorio y universalismo.

La Bienal propiamente dicha empezó con obras que ya marcan el tono. Una de las primeras piezas que pude ver fue de la artista catalana Eva Fàbregas, capaz de expandir la escultura hacia formas orgánicas que transforman el espacio en un organismo vivo. El diálogo con la arquitectura, siempre un desafío, se resolvía aquí con frescura y potencia.
El leitmotiv de esta edición es la felicidad, un concepto que a primera vista puede parecer ingrávido, incluso ligero, pero que aquí se aborda desde sus contradicciones. Entre los distintos ejes curatoriales, destaca el “Optimismo tóxico”, que pone en cuestión las formas impuestas de bienestar y la presión social para ser felices a cualquier precio. Una de las instalaciones más sutiles y acertadas de este apartado proponía literalmente pisar libros de autoayuda, obligando al visitante a sentir bajo sus pies la fragilidad de estas recetas prefabricadas para la vida. Una metáfora que funcionaba como un pinchazo irónica, recordándonos que no hay caminos fáciles para la existencia.
Pero la Bienal no se detiene en un solo espacio: se extiende por la ciudad, coloniza rincones, ocupa edificios históricos y activa lugares cargados de significado. Y esto es lo que la hace diferente: no es sólo una exposición colectiva, sino una experiencia urbana, un recorrido que te pone ante preguntas más que respuestas.
Los museos del Banco de la República
Entre las visitas obligadas de ese primer día, no podía faltar una parada en el conjunto de museos del Banco de la República, uno de los epicentros culturales más potentes de Bogotá. Allí me topé con la exposición central de Juan Fernando Herrán, titulada Materialidades y constelaciones. Herrán, profesor de la Universidad de Los Andes, trabaja con la madera y el plomo como materiales de base, pero también con la fotografía, los dibujos y sus libretas, que tienen un peso específico y fundamental en su práctica. El resultado es un discurso poético y comprometido que articula memoria, datos y constelaciones visuales, convirtiendo lo aparentemente inerte en cartografías simbólicas y profundamente sugestivas. Un creador de primer nivel, capaz de hacer del material un lenguaje delicado y desgarrador a la vez.
Luego, el recorrido por la colección de arte contemporáneo fue toda una revelación. Entre las piezas, pude descubrir la obra de Alejandro Obregón, artista nacido en Barcelona y exiliado, que se convirtió en un referente primordial del arte colombiano. Cuesta entender que todavía no se le haya dedicado una gran exposición en Catalunya, donde su trayectoria e influencia merecerían una revisión de primer orden.

Alejandro Obregón Rosés, Laguna de Saturno, 1961.
La colección permite también reencontrarse con creadores y creadoras de primer nivel, como Alicia Tafur, escultora de Cali sutil y de un refinamiento extraordinario; o bien con nombres incontestables como Beatriz González, que ya protagonizó una portada de bonarte en la edición de Colombia. Y, por supuesto, con Fernando Botero, presente con obras de su primera época, asombrosas por su fuerza e imaginación. Ya encontramos ese universo tan propio, lleno de bodegones imposibles y figuras surrealizantes, que dota a su trabajo de una identidad inconfundible.

Alicia Tafur, Nautilus, 1966.
Y todavía, entre estas joyas, topamos con una pieza excepcional: Retrospective Bust of a Woman (1933), de Salvador Dalí, una escultura de una impresionante contundencia. Representa a una mujer con un pan en la cabeza y, sobre este pan, las figuras del Ángelus de Millet, aquella prenda que Dalí siempre había considerado como el símbolo de su “corazón robado”. Una obra que, por su fuerza y su singularidad, destaca en medio de la colección como una auténtica revelación.
También existían unas imponentes manos de Juli González, uno de los escultores más importantes del siglo XX. Estas manos, con su fuerza dramática, parecían salidas del propio Guernica de Picasso, añadiendo una capa de tensión y memoria histórica a la colección.
Una lección acelerada
Este primer día en la Bienal de Bogotá ha sido una lección acelerada de historia, arte y memoria. He vuelto a recordar de manera impactante que el arte no es una “decoración”, sino una herramienta para pensar, para recordar y para imaginar futuros posibles. “Fragmentos” es quizás uno de los mejores ejemplos: las armas que un día dispararon hoy son pavimento cultural. Caminar encima es entender que la reconciliación también puede ser física, que la memoria puede inscribirse en la arquitectura y que la belleza puede surgir de las cicatrices.
Bienal tiene todavía mucho por desplegar, y ya hablaremos. Pero empezar con esa inmersión entre memoria y creación ha sido un privilegio. Un inicio intenso, exigente y al mismo tiempo lleno de belleza. Exactamente, lo que debe ser una Bienal: un ejercicio de extrañeza y de descubrimiento que nos obliga a mirar al mundo con unos ojos nuevos.