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Muere Frank Gehry, el arquitecto que transformó la arquitectura en emoción y movimiento
La arquitectura contemporánea pierde a uno de sus grandes visionarios con la muerte de Frank Gehry, un creador que transformó la relación entre ciudad, arte y espacio construido. Su legado permanece en una constelación de edificios que, más que obras de ingeniería, son gestos escultóricos que redefinieron la sensibilidad estética de finales del siglo XX y comienzos del XXI.
Entre ellos destaca el Museo Guggenheim Bilbao, inaugurado en 1997, un hito que no solo revitalizó una ciudad, sino que también cambió para siempre la manera de entender la arquitectura como motor cultural. Sus volúmenes de titanio, curvos y cambiantes según la luz, se convirtieron en símbolo de un nuevo urbanismo emocional.
En Estados Unidos, el Walt Disney Concert Hall de Los Ángeles consolidó su maestría al convertir el acero inoxidable en pura música visual. Sus superficies ondulantes envuelven una sala de conciertos celebrada por su acústica y por la calidez interior que contrasta con la energía vibrante de su exterior.
Europa también acoge algunas de sus obras más evocadoras, como la Casa Danzante de Praga, un edificio que parece moverse gracias al diálogo entre curvas y ángulos, o la Torre Gehry de Nueva York —también conocida como 8 Spruce Street—, donde la fachada ondulante confiere una inesperada suavidad al rascacielos.
En París, la Fundación Louis Vuitton se levanta como un navío de vidrio en pleno Bois de Boulogne, un ejercicio de ligereza monumental que demuestra la capacidad de Gehry para domesticar materiales complejos sin perder poesía.
Frank Gehry, uno de los arquitectos más premiados de las últimas décadas —galardonado con el Pritzker en 1989 y el Premio Príncipe de Asturias de las Artes en 2014— dejó una huella inconfundible en Barcelona con El Pez, una escultura monumental con la que el Ayuntamiento buscó redefinir la fachada marítima de la ciudad. En pleno puerto olímpico, junto a las dos torres, se alza esta pieza colosal de 56 metros de largo y 35 de alto, cuya estructura metálica, dinámica y luminosa, parece a punto de lanzarse de cabeza hacia las aguas del Mediterráneo que tiene justo enfrente.
Pez de Barcelona.
En otras latitudes, el Biomuseo de Panamá despliega colores intensos y geometrías desarmadas que celebran la biodiversidad del istmo; mientras que instituciones como el Weisman Art Museum en Minneapolis o el Stata Center del MIT en Cambridge muestran el lado más experimental del arquitecto, capaz de desafiar la gramática tradicional para crear espacios dinámicos, casi teatrales.
Incluso en proyectos museísticos como la ampliación del Museo de Arte de Denver, Gehry demostró que podía dialogar con distintas escalas y contextos sin renunciar a su inconfundible identidad formal.
Neuer Zollhof, Dusseldorf, Alemania.
Cuando era niño disfrutaba del arte y de construir ciudades en miniatura, pero, según Gehry, no fue hasta los veinte años cuando pensó en dedicarse a la arquitectura, después de que un profesor universitario reconociera su talento. “Fue la primera vez en mi vida que algo realmente se me daba bien”, comentó.
En 1954 ingresó en la University of Southern California para estudiar arquitectura, institución en la que más adelante también sería profesor. Además, impartió clases en Yale y en la Universidad de Columbia.
Casa del baile, Praga, República Checa.
En conjunto, estas obras conforman un mapa de imaginación y riesgo creativo. Gehry no solo diseñó edificios: propuso una manera distinta de habitar el mundo, invitando a mirar la arquitectura como una fuerza capaz de inspirar emoción, sorpresa y belleza. Hoy, con su partida, queda un legado que continuará brillando en cada una de esas superficies metálicas que parecen, aún, dispuestas a moverse con el viento.
“Tu mejor trabajo es la expresión de ti mismo. Puede que no seas el mejor haciéndolo, pero cuando lo haces, eres el único experto” Frank Gehry
