Recordar a Eduard Carbonell Esteller es recordar una manera de entender la cultura como motor de vida. Director general de Patrimonio de la Generalitat, alma e impulsor del MNAC, y pionero en poner en circulación el concepto de paisajes culturales a través de su cátedra en la Universidad de Girona, Carbonell fue uno de los grandes intelectuales catalanes de finales del siglo XX e inicios del XXI.
Yo le conocí en los inicios, cuando él era director del MNAC y yo apenas empezaba el camino desde la revista. De entrada, podía parecer distante, pero pronto emergía su dimensión más profunda: un intelectual riguroso, un artista que pintaba y dibujaba con fuerza, y sobre todo una persona entrañable. Con él compartí artículos culturales en Bonart y colaboraciones con la Fundación Coromina y ZERN, y siempre estaba allí, activo, exigente, pero también capaz de hacer que las cosas pasaran. En un mundo cultural a menudo lleno de obstáculos, Carbonell tenía el don de facilitar, de empujar hacia delante.

Su especialización en el arte medieval no era sólo académica: había en él una fascinación vital por ese mundo, por su espiritualidad y simbolismo. Este medievalismo le acompañó hasta el final, como mostraba la imagen de Joan Fontcuberta elegida para despedirle: Carbonell con un porrón en la mano, celebrando la vida en medio de aquel universo que tanto le cautivaba.
La ceremonia de despedida reunió a instituciones, amigos y compañeros de viaje. Pero más allá de los cargos y reconocimientos, su huella es sobre todo humana: la de alguien que creyó que la cultura debía ser compartida, dialogada y vivida. Por eso, más que perder un sabio, hemos perdido una presencia vital. Y al mismo tiempo, nos queda la deuda de seguir haciendo que las cosas pasen, tal y como él nos enseñó.