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Editorial

Zaragoza arquitectónica

CaixaFòrum de Saragossa
Zaragoza arquitectónica

Hace meses hice una excursión a Zaragoza por motivos de trabajo, los actos del Bicentenario de Goya en 2028 y, naturalmente, para visitar algunos espacios culturales que hay que visitar de nuevo siempre que se puede. La última vez que había estado en la capital de Aragón —con la que nos unen un montón de vínculos, más de las que nos separan— fue a propósito de una exposición que coordinamos Bonart cultural y DKV sobre el buen amigo y fotoperiodista de National Geographic, Tino Soriano.

La exposición daba a conocer una historia de más de cuarenta años de fotografía sobre el sector sanitario en clave de aproximación ultrahumana, en primer plano, sin artificios. Un retrato de cómo han ido cambiando los protocolos y hasta llegar a un retrato de la época de la pandemia de la cóvido, que dejó a toda una civilización en jaque. La propuesta ha terminado itinerante —y todavía itinerante— por todos los hospitales de Catalunya, gracias al apoyo de la Fundación Lluís Coromina Isern.

Volvemos a Zaragoza, una ciudad de casi 700 mil habitantes —algo mayor que Málaga—, ordenada, bonita, con un potencial patrimonial impresionante —como el Museo Teatro de Caesaraugusta— poco glamourosa, pero con una potencia que no se sabe exactamente por qué ha terminado fagocitada por la potencia del eje Vasco, Catalán y Madrileño. Está en medio de todas partes, central, y algunas veces está fuera de todos los circuitos. La exposición Internacional del Agua del 2008 la volvió a situar, pero esa inercia se ha detenido, aunque ha dejado maravillas como el puente-pabellón elaborado por la prestigiosa arquitecta Zaha Hadid, que murió en el 2016 y de la que he visitado su decantador en las bodegas Viña Tondonia en La Rioja y el parque de bomberos —que los inquilinos tuvieron que desalojar porque se mareaban por la inclinación de las formas— de Vitra en Suiza, entre otros.

La primera parada está en CaixaFòrum, tarde-noche de lluvia, un edificio de Carme Pinós que es una pequeña joya, una escultura de vidrio que pivota sobre un solo eje y que tiene una plasticidad y organicidad que demuestran que el arquitecto, que fue la primera pareja de Enric Miralles –otro arquitecto icónico–, tiene bien merecido el premio nacional de arquitectura. El espacio está situado en una zona cerca de la estación del tren de alta velocidad (TAV) y que debía ser un gran hub cultural y tecnológico de Zaragoza, pero que no ha terminado de hacer eclosión. Tengo la suerte de que uno de los coordinadores del centro es un buen amigo, que estuvo en CaixaFòrum Girona, Juan Blazquez, un hombre educado, culto y sensible que siempre es un placer volver a encontrar.

Me enseña el equipamiento de primer nivel, las dos exposiciones (una de ellas de cómic contemporáneo -una vertiente del arte que cada vez tiene más importancia-) y acabamos hablando de la propuesta educativa, nuclear en la filosofía de la institución. Después, pequeña visita por el casco antiguo, muralla medieval, mercado y, junto a este edificio cercano a los preceptos de Eiffel, redescubrir dónde había habido la primera galería de Miguel Marcos —desde hace décadas con galería en Barcelona—, artista e interiorista, antes que galerista, y uno de los referentes importantes del sector.

Al día siguiente, nueva excursión, esta vez para visitar el Museo Pablo Serrano -IAACC y la exposición en homenaje a José Luis Sala, artista y durante años director cultural de la Fundación Ibercaja- propietaria del edificio Casa de Jerónimo Cósida (un increíble espacio renacentista) donde se aloja la colección de los grabados de Goya y que ya había visitado en un anterior viaje. En Lasala le conocí con una magnífica exposición, pinturas como acuarelas que escenifican el etéreo de la condición humana, que había hecho en Castell Platja d'Aro. La muestra fue bajo la curadoría del marchante también aragonés afincado en la villa costera, Juanjo Gallardo, que coordina desde hace años el espacio con acierto. Llegamos a realizar una portada de la revista Bonart; una pequeña maravilla cromática que tenía en la degradación de los pigmentos el leit motiv.

Pero sigamos, el Museo Pablo Gargallo, que es también la sede del Instituto Aragonés de Arte Contemporáneo, me frapó el alma. Y me sedujo por el juego de integrar una nave antigua (fábrica de carpintería Pignatelli de ladrillo, diseñada por Julio Bravo y donde había ejercido el abuelo de Pablo Serrano) con una arquitectura de nueva factura con hormigón de forma brillante, que aguanta el tiempo. Una iniciativa que elaboró el arquitecto y también pintor —tenía una exposición de pequeño formato de sus obras de deje cubista de nueva generación— José Manuel Pérez Latorre. Un hombre renacentista que ha dejado ya una huella con este edificio intemporal que se inauguró en 1994.

Pero quedé frapado sólo por el continente sino también por el contenido. En especial para volver a descubrir la rotundidad de uno de los escultores más importantes del siglo XX, Pablo Serrano, quizás eclipsado ahora por Oteiza y Chillida o poco reivindicado por sus coetáneos. Él y sus importantes lazos y contactos con Latinoamérica y Estados Unidos. Un conjunto de obras que están exhibidas de maneras exquisitas, con poesía, con intimidad, con espacio suficiente entre las obras y que te hacen poner la piel de gallina. Hierros a veces geométricos —en la primera etapa—, a veces orgánicos —en las etapas posteriores—, pero siempre rutilantes. Un final de trayecto que fue sin duda perfecto.

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